La ultima gripe del año, la de diciembre, estuvo bien. Apenas tuve calentura, el cuerpo algo cortado, los estornudos clásicos. Todo manejable, digamos. Me dieron descanso médico por un día; un día que, conectado al fin de semana, me cayó como le cae un feriado-puente a los empleados del sector público. Pude leer, ver películas de Tarantino, actualizar este blog, relajarme y olvidar el mundo de noticias, ruido y bullicio en que normalmente me desenvuelvo. Hasta deseé por dentro enfermarme otra vez para poder abandonarme a esos placeres solitarios tan gratificantes, que son la razón de que viva así: sin compañía, acostumbrado a ser el dictador maniático que gobierna mi tiempo, mis apetitos, mis miserias, sin molestar a nadie, sin que nadie me moleste.
Esta vez ha sido muy distinto. Los Dioses de la Fiebre hicieron eco de mis absurdas plegarias y quizá para burlarse de mí, como diciendo ah tú eres el pequeño mortal que pide enfermarse allá abajo, me mandaron una plaga que me ha tenido (que aún me tiene) atado a la cama: una gripe atroz que me obligó a ir a Emergencias para descartar que se tratara de algún tipo de Influenza severa, de esas que tienen a la ciudad casi en cuarentena. Y, claro, no tengo gripe aviar pero sí un virus similar, una bacteria extraña que se está jaraneando en mi organismo como una pulga en la pelambre de un perro lanudo.
Van tres días de postración. Tres días de transpiración continua, estornudos aparatosos, toses flemáticas, temblores vespertinos. Tres días viendo la barra del termómetro en 39 grados, y sintiendo los escalofríos más espantosos que mi cuerpo recuerde. Tres días tomando solo líquidos calientes e ingiriendo un menú digno de cuidados intensivos. Tres días rodeado de medicinas: Claritromicina de 500, Prednisona de 50, Paracetamol de 100, Alercet de 100 y un jarabe naranja, Respibron, que es como Fanta caliente.
Esta vez he podido leer muy poco y, como las luces me marean, la computadora no ha sido una buena compañera. Mi único pasatiempo ha sido pensar. Pensar, por ejemplo, en las personas que han estado pendientes de mí, que me han procurado atención, engreimiento y calma. Las que más me han telefoneado en estos días. Son básicamente tres. Tres mujeres. Mi madre, mi mejor amiga, y la operadora de movistar que me quiere vender un paquete de datos, y mi madre me ha cuidado tanto que por un momento —en un ataque de paranoia, ego e hipocondría— llegué a pensar que ella sabía algo que yo ignoraba, acaso que padezco de una neumonía terminal, o una Gripe Porcina irreversible, o que tengo un bicho africano metido en las vías respiratorias que no me puede ser extirpado, no sé, un cuadro lo suficientemente trágico que explicase la dedicación con que ellas dos se han preocupado por mí.
Cuando alguien te brinda esas lecciones de generosidad y entrega, dándote más de lo que tú darías estando en su lugar, te invade una mezcla de admiración y vergüenza. En este caso, admiración por ellas, vergüenza por mí. Ojalá tuviera un quinto de toda esa paciencia, de todo ese cariño, ese apego, esa voluntad, ese amor desinteresado.
Pero no lo tengo. Soy solamente un ser egoísta que se jacta de su independencia, de su soberanía, de vivir solo, pero que en el fondo necesita afecto, y que teme que ese afecto sea una atadura para sus planes libertarios, una limitación para viajar, conocer mundos, y tener experiencias vitales que sean material para futuras historias. Acaso esa sea mi grave y más correosa enfermedad: el miedo a elegir mal.
El maldito miedo a tomar un camino, el camino del afecto, que, viéndose tranquilo, seguro y armónico, quizá no sea el que me corresponde transitar.