No hay separación amorosa que te deje conciliar
el sueño con facilidad. Veamos. Cuando es la otra persona la que solicita
separarse, simplemente no duermes durante dos o tres días: la nostalgia, la
rabia, el dolor te devoran por dentro y te desvelan por fuera. Quedas en estado
de vómito, de sequedad orgánica y sonambulismo. Ojeroso, atraviesas las
madrugadas, evocando escenas, deshojando teorías y probabilidades (a falta de
margaritas) tratando de entender en qué momento todo se fue al diablo. (Porque
las relaciones, como ya se sabe, nunca se quiebran cuando se anuncia el
rompimiento, sino mucho antes: la noche, la tarde o la mañana aquella en que
intuiste que algo andaba mal, pero no te detuviste a conversar. Es en ese
instante en que un inofensivo furúnculo empieza a convertirse en cáncer mortal.
A la larga, el alejarse es solo la manifestación epidérmica de algo que ya
estaba podrido).
Por otro lado,
cuando eres tú el que propone distanciarse, te vas a la cama con la negra
sensación de haberle hecho pedazos el corazón a otra persona, y eso puede ser
peor. No más triste, pero sí más agotador. Si llorar porque te dejan desgasta,
ver que alguien llora por una decisión tuya desgasta el doble: la pena y el
remordimiento son demasiado pesados, y por lo general la gente no tiene el
temperamento suficiente como para ponérselos al hombro.
Sea de la manera que sea, toda separación
supone un desapego que puede ser traumático. Y es que cuando encuentras a un
ser humano que te gusta, te eriza, te entretiene, te cuida, te complementa, te
inspira, desarrollas de modo irracional un indómito sentido de la pertenencia.
Y para que eso ocurra no tienen que transcurrir años de años: bastan unas
cuantas semanas para que ese sentimiento nazca, se reproduzca, crezca y se
expanda.
Sin darse
cuenta, los enamorados convierten el amor en un zapato ortopédico, una prótesis
sin la cual no pueden caminar (o por lo menos eso les gusta creer). Por eso
para los chicos enamorados separarse duele lo mismo que una amputación: sienten
que les están arrancando una vértebra, que le están extirpando las tripas,
cuando simplemente están regresando a su estado original: la soledad.
Quizá es de toda esa confusión de donde nace el impulso que lleva a la gente a
ponderar categorías tan discutibles y volátiles como “LA mujer de MI Vida” o
“EL hombre de MI vida”. Joder. Qué estupidez. No sé ustedes, pero a estas
alturas yo ya me convencí de que la única persona de MI vida soy yo mismo.
Contra lo que podría parecer, esa no es la conclusión de un joven de 17 años
amargado, sino la filosofía práctica de quien prefiere que su estabilidad
anímica dependa lo menos posible de terceros.
Aún así soy consciente de que separarse es
doloroso. Básicamente porque implica empezar desde cero, y porque te sientes
obligado a aceptar que eres totalmente prescindible para alguien que aún es
necesario para ti.
En los últimos
días he vivido algo de todo esto. Una chica a la que quiero mucho (digamos que
se llama CT) me pidió no vernos más. Algo que hice o dije o escribí (o las tres
cosas juntas) la había decepcionado.
Era tal su abatimiento que verme y saber de mí le resultaba más triste y dañino que no verme.
Mientras conversábamos vía MSN (las relaciones humanas suelen acabar vía MSN), cobijé una certeza horrible: el único remedio para su consternación era mi invisibilidad. Entendí que, para que ella se salvara, yo tenía que mimetizarme con el aire y desintegrarme. Para que ella estuviera bien, para que retomara la conducción de su vida, era imprescindible que yo desapareciera, que me tragara la tierra por un buen tiempo.
Era tal su abatimiento que verme y saber de mí le resultaba más triste y dañino que no verme.
Mientras conversábamos vía MSN (las relaciones humanas suelen acabar vía MSN), cobijé una certeza horrible: el único remedio para su consternación era mi invisibilidad. Entendí que, para que ella se salvara, yo tenía que mimetizarme con el aire y desintegrarme. Para que ella estuviera bien, para que retomara la conducción de su vida, era imprescindible que yo desapareciera, que me tragara la tierra por un buen tiempo.
Me odié cuando vi encarnado en ella el pedido
de un adiós involuntario, pero urgente. Me odié, entre otras cosas, porque
alguna vez yo estuve en su lugar y le disparé esa misma mirada tirante –mitad
desprecio, mitad amor– a una chica que me había desollado el corazón. Me odié
por parecerme tanto a ese tipo de persona destemplada e insensible que siempre
aborrecí, y en la que juré nunca convertirme.
La vida te da
lecciones duras. Cuando produces en otro el avinagrado efecto que antes alguien
produjo en ti prolongas una odiosa cadena que tiene infinitos eslabones. Ahora
sé que solamente cuando CT le destruya el corazón a un tercero, recién ahí, mi
culpa interna se aliviará un poco. Y tal vez solo desaparezca del todo el día
remoto en que ese tercero haga añicos los sueños amorosos de otra mujer.
El dolor –es como
el calor de una antorcha que se pasa de mano en mano– se logra alejar de ti,
pero con una martirizante lentitud. No desaparece de golpe, se esfuma.
También por estos días me he cruzado con un ex amor. La vi una noche, en un local público. Nos saludamos con normalidad y sostuvimos una charla amable: falsete, pero amable.
Sin embargo, cuando regresaba a mi casa, pensando a lo largo de avenidas vacías, no podía dejar de recordar el día en que nos dejamos de ver, hace más de 7 meses atrás.
También por estos días me he cruzado con un ex amor. La vi una noche, en un local público. Nos saludamos con normalidad y sostuvimos una charla amable: falsete, pero amable.
Sin embargo, cuando regresaba a mi casa, pensando a lo largo de avenidas vacías, no podía dejar de recordar el día en que nos dejamos de ver, hace más de 7 meses atrás.
Ella es la chica que más me ha hecho llorar.
Hasta antes de que mi vida se cruzara con la suya yo pregonaba esa frase que
asegura que “los chicos son machos, porque no lloran” (otra antigua cojudez con
inexplicable vigencia contemporánea). No me gustaba exteriorizar mi lado
vulnerable. Pero con esta mujercita no pude hacerme el sueco valentón. La noche
en que me dijo que “me quería, pero necesitaba estar sola” sentí que alguien me
clavaba el cuchillo de Rambo en el empeine.
Hasta ahora no
puedo creer todo lo que chillé. Un bebé recién nacido hubiera parecido un monje
tibetano al lado mío.
Lloré lo que
no había llorado nunca antes. Parecía una fuente de lágrimas. Si alguien me
cargaba y me ponía en medio de una plaza, hubiera sido una perfecta catarata
ornamental.
Al día siguiente de la ruptura, las cuencas de mis ojos no estaban moradas, sino verdes de tan irritadas. Parecía un mapache castigado. Un zorrillo famélico y sin hogar.
Al día siguiente de la ruptura, las cuencas de mis ojos no estaban moradas, sino verdes de tan irritadas. Parecía un mapache castigado. Un zorrillo famélico y sin hogar.
Lo peor es que
atravesaba la edad del masoquismo más ciego, o sea, lloraba con sadismo,
relamiendo mis heridas como un gato techero y trastornado. Me encerraba en mi
cuarto, apagaba la luz, enchufaba el minicomponente y–al son de los temas más almibarados y
suicidas de Andrés calamaro– me practicaba imaginarios chuzos en las venas de
las muñecas.
Ahí, postrado
voluntariamente en la cama, barritaba de desolación. Lo raro –lo tremendamente
raro– es que algo dentro de mí disfrutaba de todo eso.
Por esos días
llegó a mis manos una novela de García Márquez. En lugar de tomar ansiolíticos
que me ecualizaran el ánimo (o barbitúricos que me lo aniquilaran de cuajo), me
sumergí en la lectura de ese libro para ver si la Literatura hacía algo por mí
(ya que yo vagamente hacía algo por ella).
Y fue en esas páginas donde encontré, inesperadamente, la manera de olvidarme un poco de la novia que me había dejado la autoestima en cuidados intensivos.
Y fue en esas páginas donde encontré, inesperadamente, la manera de olvidarme un poco de la novia que me había dejado la autoestima en cuidados intensivos.
Uno de los capítulos de la novela “memoria de
mis putas tristes” de García Márquez, me hizo ver que mi dolor no era cuan
profundo yo pensaba, entendí desde aquel momento lo que vendría a ser el amor,
aunque casi les confieso que no basto una simple lectura, tuve que entender
como un periodista de 90 años retirado quería darse un último gusto el día de
sus noventa años, y que tras toda una vida vacía, encontraba el amor en una
joven 76 años menor que él, y García Márquez lo escribió tan preciso todo, que solo
dejaba una explicación a todo lo que pasaba a este entrañable personaje.
Creo que fue ahí cuando colegí que era mejor
reírse de las penas de amor en vez de arrastrarlas cual si fuesen las
chirriantes cadenas de un alma en pena condenada a morar imperecederamente en
el purgatorio.
Pero el humor
también se toma sus días. Y mientras llega para consolarte, te sientes un poco
a la intemperie, un poco en desamparo, como si a tu casa le hubieran retirado
el techo y las paredes y hubieses quedado a merced de las lluvias más copiosas.
Todo es un charco lodoso cuando alguien se va de tu lado.
Y la escena
final es asquerosa: tú llorando sobre su hombro, atragantándote con tu propio
llanto, y ella palmoteándote la espalda, como si fueras un niño al que hay que
apapachar porque está deprimido. Puaj.
Necesitaba
escribir esto.
CT, una chica
a la que quiero mucho, me ha pedido que desaparezca, lo que equivale a pedirme
que me muera un poquito, que renuncie a mis impulsos. Que deje de ser yo. Para que ella viva, tengo que morir.
Qué vaina.
Supongo que de
eso se trataba todo.